jueves, 29 de enero de 2009

Una diosa

La veo recargada contra el alféizar de la ventana, mirando hacia la noche, mientras fuma un cigarrillo. Sólo la cubre su larga cabellera rubia, que cae en rizos hasta la mitad de su espalda ¡Dios, sí que es hermosa! Una de esas mujeres capaz de detener el tráfico y robar el aliento. Me muestra su desnudez sin pena, con cierta actitud infantil que no tiene nada de inocente. Eso la hace aún más atractiva.

Cualquier hombre quedaría petrificado ante la visión que tengo ante mis ojos. Sentado, como estoy, sobre la cama de un hotel de paso -el primero que encontramos al salir del restaurante-, no puedo dejar de pensar en cuántos hombres darían lo que fuera por estar en mi lugar.

Sé que espera por mí. Espera que la llame a la cama y le haga el amor como tantas otras veces. El ritual a Eros que apaga el fuego que lleva dentro, por lo menos durante unas horas.

Y sin embargo, a pesar de la visión que tengo frente a mí, a pesar de las mil dulces promesas que encierra ese cuerpo que se me ofrece con descaro, el deseo que tantas veces me invadió con furia ahora llega apenas, más por ley natural, medio oculto entre nubes de monotonía y hastío.

Porque yo he tenido la visión entre mis brazos, y he recorrido todo su cuerpo con mis manos y mis labios, y así como pasa con las obras de arte, no es sino hasta que te acercas mucho que te das cuenta de todas las imperfecciones que dejó el artista.

Y cada hábito molesto, y cada momento incómodo, y cada rutina repetida mil veces le conceden a mi diosa, ante mis ojos, una mortalidad como la de cualquier otra mujer.

Alguna vez, en no sé cuál mala película, escuché decir que detrás de cada mujer hermosa hay un hombre cansado de cogérsela.

¿Sabes qué? es cierto...

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Me llamo Leo, y si no hubiera sido informáticoempresarioconsultordesistemas, habría sido crítico de arte.

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